viernes, 15 de noviembre de 2019

¿Infiel?

Había oído hablar del concepto ser infiel a un libro pero no acababa de entenderlo. Lo de empezar un libro, dejarlo aparcado, leer otro y volver después al primero. Yo soy de las que cuando lee, se queda hasta las tantas de la madrugada y tengo que estar muy destrozada para cerrarlo a medias y no leerlo de un tirón. De las que lee mientras camina o mientras el semáforo está en rojo. 

Y sin embargo...

Me encontré hace un par de semanas en plena montaña con mi marido y mis niños. Y un ipad. El Templo Perdido, la segunda parte de la Hija Maldita va saliendo a su ritmo, con giros y nuevos personajes que espero que os atrapen... pero lo hice. Le fui infiel. No tenía el documento actualizado y me encontré empezando Alba. La nueva generación de Ángeles Caídos. Los que habéis leído Sonia ya sabréis de quien estoy hablando. Y me encontré que las ideas, las palabras, su historia, venía sola. Cómo resultado más de noventa páginas en un fin de semana y la primera parte de su historia ya sobre papel.

He estado un par de semanas sin tiempo para escribir ni una sola línea y hoy me voy a sentar a leer todo lo que avancé de Alba antes de decidir con cuál sigo. Pero ya que ha venido un poco por casualidad, voy a compartiros un trozo, aún virgen, de su historia.

Cristina


Alba
#Saga Ángeles Caídos VI

Miré el paisaje a mi alrededor a través de la ventana del taxi mientras un sinfín de gotas caían sobre el cristal sin compasión. Era una lluvia de gotas gruesas, cristalinas, que conseguía representar las emociones que me invadían justo en ese momento. Tristeza con aroma a melancolía. La carretera avanzaba sinuosa cruzando un tupido bosque; grandes pinos que se alzaban majestuosamente por encima de robles y árboles de menor tamaño en una variada gama de colores verdes y castaños. El agua se filtraba indiferente entre ramas y hojas empapando sin piedad alguna el manto que cubría el suelo. Aquí el otoño parecía haberse instalado pese a que estábamos despuntando los últimos días de verano. Ya todo parecía lejano. Los mojitos que hacía mi primo Sebas mientras bailábamos en alguna pequeña y solitaria cala, descalzos, hasta que la madrugada nos encontraba de nuevo en el mismo sitio. Mirando por la ventana no podía evitar pensar en esas puestas de sol sobre el horizonte que solo podían verse en las islas, la belleza del cielo teñido en varias tonalidades de naranjas, rosas y lilas que se intercalaban de forma armónica como en un gran cuadro. El calor del verano contrastaba con el mar que mantenía esa frescura suya indiferente a los cuarenta grados que habían despuntado algún mediodía. Esa agua cristalina que parecía infinita había sido nuestro gran aliado durante aquellos meses. Había sido un verano perfecto. 
Tenía nostalgia, para que negarlo. Pero supongo que es algo normal después de estar aquellos tres meses con la familia, disfrutando de la complicidad que tenía con mis primos. Durante el año nos veíamos prácticamente todos los fines de semana pero estar conviviendo con ellos esos meses además de un auténtico caos, era liberador. Somos una familia atípica, por decirlo de alguna forma. Y supongo que por nuestras excentricidades nos buscamos y nos apoyamos más de lo que la gente de fuera jamás llegará a comprender. Eso era en parte uno de nuestros problemas. Nos costaba relacionarnos con el resto del mundo, incluso sabiendo, siendo perfectamente conscientes, de que formábamos parte de él. Algunos más, otros un poco menos. Pero ese era nuestro futuro y debíamos hacernos a la idea. Aunque a mí particularmente me costaba. 
Este año mis primos David y Jerom empezaban la facultad. Tras muchas dudas, ambos habían elegido la misma universidad, a las afueras de la Capital. Creo que en el fondo los dos querían un punto de apoyo en esa nueva etapa y habían optado por ir a un sitio que les permitiera hacerlo. Mis tíos les habían alquilado un piso cerca del campus y aunque sabía que seguiríamos viéndonos más o menos con la misma frecuencia, todo empezaba a complicarse. Ya no éramos niños y aunque todos deseábamos avanzar, tomar responsabilidades y tener nuestro propio espacio, también implicaba aceptar que nuestro mundo, la burbuja sobreprotectora en la que nos habíamos criado, estaba cambiando. Y yo soy de las que le cuesta mucho adaptarse a los cambios. Soy consciente que no puedo estar toda la vida encerrada, escondida. Pero no puedo negar que la idea es tentadora. Supongo que es en parte porque no me siento igual que el resto del mundo y eso hace que me cueste vincularme, relacionarme, con la gente que va apareciendo a mi alrededor. Cada uno tiene sus historias, supongo. Aunque algunas sean más complicadas que otras. 
Durante el año todos intentábamos llevar una vida más o menos ordenada. Y cuando hablo de todos, me refiero a mis primos, mi hermano Paul, mis padres y algunos de mis tíos. No, no todos. Mi familia lleva una empresa de seguridad un tanto peculiar, por llamarla de alguna forma. La mayor parte de la actividad se hace de noche y aquellos que participan de forma más o menos activa en el negocio suelen dormir de día y estar en vigilia de noche. Mi tío Alec por ejemplo. Aunque mi tío digamos que hace lo que le da la gana, así por definición. Es un espíritu un tanto rebelde y caótico. Y lo digo con cariño porque es como un segundo padre para mí. Mi madre y mi tía Anna se conocieron en el instituto y se hicieron amigas casi como si hubiera sido amor a primera vista. Y como no podía ser de otra forma, ella y mi tío Alec acabaron por conocerse y saltaron chispas desde el primer momento. Como mi tía Anna y mi madre ya vivían juntas para aquel entonces y mi tío Alec hacía unos horarios bastante anárquicos empezaron a vivir juntos mis padres y mis tíos. A mucha gente le cuesta entender que siguieran viviendo así, incluso cuando empezaron a tener hijos. Hay tantas cosas que la gente no entiende que no vale la pena esforzarse mucho en dar grandes explicaciones. En cualquier caso, mis primos Sebas y Oscar son como dos hermanos mayores para mí. Creo que gracias a mis padres mi tía Anna ha conseguido criarlos sin estrangularlos por el camino. Se parecen a su padre, con eso todo está dicho. Y no es cosa de que sean varones, mi hermano Paul no se parece en nada a ellos. Ha heredado la sensibilidad natural de mi madre y aunque tiene ese algo despistado un tanto bohemio de mi padre, el contraste entre él y mis primos mellizos es abismal. Aunque no puedo negar que hay una complicidad entre ellos que puede llegar a ser divertida. Paul les ha salvado de más de una bronca. Creo que mi tía Anna lo sospecha pero hace la vista gorda. Se ha de saber qué batallas luchar y cuáles están perdidas antes de empezarlas. 
Un movimiento brusco en el volante me hizo ser consciente de mi nueva realidad. Un animal había cruzado la carretera y el taxista había conseguido evitar arrollarlo. Y no matarnos en el proceso, que algo es algo. Me miró por el retrovisor con mirada ligeramente culpable pero no me dijo nada. Casi mejor. No estaba de humor para alargar una conversación superficial con un desconocido. Volví a centrarme en mi ventana. Me sentía como el tiempo. Lluvioso. Por no hablar del viento. Un viento de esos enfadados. De los que hacen que el pelo parezca una veleta revoloteando alegremente y acaba, por un extraño capricho del destino, asentándose frente a tus ojos y nublándote la vista. Siempre tan simpático. Esa era yo por dentro. Un manojo de emociones intensas, pasionales, que mantenía firmemente controladas, encerradas y escondidas para el resto del mundo. Una caja de Pandora que los que me conocían realmente sabían que era mejor, más seguro, no abrir. Así que me obligaba a mantenerme en un estado emocionalmente plano. Aunque me costaba en muchas ocasiones. Es difícil contener parte de lo que eres. Incluso sabiendo que debes hacerlo. Suspiré y dejé vagar mi mirada por los árboles que dejábamos atrás. Mejor que me mentalizara pronto. Ese era mi nuevo futuro. Tres meses de frío y lluvia en un viejo castillo perdido en ningún lado. Un futuro poco alentador para una chica de dieciséis años cuya máxima aspiración es pasar desapercibida y acabar escondida en un despacho haciendo cualquier cosa, realmente. Solo tres meses. No era la eternidad y trataba de concentrarme en eso. Se suponía que debería estar agradecida por esta oportunidad. Mi madre se había mostrado orgullosa y mi padre… bueno, él no había podido hacer otra cosa que usar ese sentido del humor tan suyo para quitarle hierro. Y desde luego me sería más fácil si me lo tomara un poco más como él y un poco menos como yo, realmente. A mi edad mi madre se independizó y a los dieciocho mis padres ya vivían juntos, con mi tía Anna, mientras estudiaban en la Capital. La historia de mis padres también es atípica. Un poco como todo en la familia. Se conocieron al poco de llegar mi madre al instituto. Empezaría con un chica conoce a chico, chico conoce a chica y acabaría con un y vivieron felices para siempre. Pero en mi familia las cosas nunca son tan fáciles. 
El taxi disminuyó la velocidad para cruzar finalmente unas amplias puertas de hierro abiertas de par en par mientras empezábamos a circular por un tramo de carretera parcialmente asfaltada. El último tramo hasta mi prisión provisional. Un bosque menos tupido nos acogió y finalmente llegamos a un claro que mostraba unas fabulosas vistas al regio edificio. Diría hermoso, que lo era. Tétrico, también. Piedras de hace varios siglos que se mantenían exactamente igual, de forma solemne, alzándose desafiante frente a un clima que desde luego no podría describirse como acogedor. Tenía su mérito, supongo. Dejamos el coche frente a los portales de la muralla externa sobre la que se alzaba parte de la fortaleza. Apenas había ventanas en la parte frontal del castillo y rogué a los cielos que mi habitación gozara de una ventana que fuera un poco más generosa que esas pequeñas aperturas que se insinuaban sobre mí entre los dos torreones. El agua caía sobre las murallas de piedra formando pequeñas cascadas y suspiré observando las sinuosas formas. Era extraño, casi hermoso, pensar que algo fluido y ligero fuera capaz de modelar con el paso del tiempo algo tan sólido y firme como la propia piedra. El agua había ido suavizando con el paso de los siglos los bordes más ariscos y afilados de la solemne muralla. Me recordaba un poco a como mi madre, con esa dulzura y suavidad suya, era capaz de hacer que hasta mi tío Gru se comportara como una persona normal cuando había invitados en casa. Me gustaría ser un poco más como ella. Como Paul.
No podía negarme lo que era obvio. Habíamos llegado. El castillo de Arundel estaba justo frente a mí pero no parecía que me diera precisamente la bienvenida. No me apetecía para nada salir del coche, empaparme en el aguacero y aceptar finalmente todo aquello. Había pospuesto aceptarlo hasta el último momento. Incluso en el avión que había cogido por primera vez en mi vida para llegar a ese país regido por la niebla y las tormentas había mantenido una pequeña esperanza de que aquello no fuera real. Soy una ilusa, supongo. 
El taxista se giró y me miró con expresión tranquila. Supongo que estaba satisfecho por lo que se sacaría por el recorrido. Aunque una parte de mí, un punto menos cínica, era consciente de que sentía un cierto instinto paternal por mí y casi se lo agradecía. Casi. No tengo claro porqué la gente a veces siente eso por mí. Supongo que algo de la herencia de mi abuela. No es que yo avive ese tipo de emociones, por norma general intento mantener a la gente lo más lejos posible. Incluso si a veces me ayudan a afrontar algo que me cuesta por mí misma, como pasaba en ese momento. Soy de las que agradece en silencio. No le sonreí y me limité a pagar lo que le debía dejándole una propina apropiada. No me sonrió, ese no era país de dar sonrisas gratuitas a desconocidos, pero pude sentir que su mirada me intentaba transmitir ánimos. Suspiré mientras mi conductor salía del coche y me abría el maletero donde una maleta enorme me esperaba. La sacó y la dejó sobre el húmedo suelo mientras yo me cobijaba parcialmente debajo de la puerta abierta del maletero. Era el momento de afrontarlo. Saqué la asa metálica y empecé a arrastrar la maleta con dificultad por aquel empedrado en dirección a la enorme puerta de madera dejando que el agua finalmente me alcanzara de forma despiadada. Obviamente no se me había ocurrido dejar un paraguas a mano y no me sentía como para abrir la maleta allí en medio y enseñar a los cuatro vientos mis preciadas posesiones parcialmente enterradas entre bragas y sujetadores.

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